
Martes en el Café Vallejo
Creo que comencé a estimar la fuerza y el valor de las palabras el día que los conocí. Fue en fiestas locales, abrumado por el cortejo artístico de una ciudad que bullía cada noche de agosto, desplegando un sinfín de actividades muy apetecibles a mi espíritu cultureta. Tocaba martes, y a pesar de estar de vacaciones en aquella nueva ciudad, ya había establecido mis primeras rutinas, buscando disciplinar una actitud ansiosa por conocer cuánto me rodeaba. Llevaba semanas colgado de un Café con toques a París a una manzana de casa. Cada martes agarraba mi portátil y me dirigía al encuentro con él, con la firme convicción de sentarme en una de sus esquinas y toparme con la deseada inspiración que convirtiese mi vida en narración. Relacionando de este modo la vida y su relato, con el inamovible pensamiento de que escribir me acercaría a entender mi vida.
Ya me conocían en el café. Mi acento, mi ropaje, mis modos, claramente denotaban mis aires foráneos. Solía aparecer a eso de las 6 de la tarde, a escasos minutos antes del atardecer. Misteriosamente siempre tenía asignada la misma mesa, la cual nunca reservé. Parecía existir un acuerdo no escrito que establecía y respetaba aquel rincón como mi lugar de iluminación. Fue así como comencé a considerarlo. Desplazarme en el pequeño habitáculo suponía percibir aquella experiencia desde otro prisma, alejándome de ese nuevo deseo por descubrirme. Entre mis recuerdos más notables aún perdura el sabor de aquella primera limonada de coco. No hubo forma de encontrar nuevamente esa sensación en el paladar, a pesar de quedar establecida como mi bebida en el Café Vallejo. Quizás fue el factor sorpresa, quien idealizó aquel primer sorbo, desmejorando mentalmente la calidad de posteriores limonadas que en cuestión de minutos ya tenía sobre la mesa cada martes. Nada conseguí escribir en mi primera visita. Fueron dos horas de plena observación. Había tanto que contemplar a mí alrededor. Una estantería atiborrada de libros, abierta para el uso de la clientela, era la carta de bienvenida de esta madriguera con porte de bohemia. Mesas y sillas con diferentes tonos daban colorido a un espacio íntimo, coqueto y acogedor. De las paredes colgaban poemas, citas de autores variopintos, fotografías, portadas de revista. Pasé largo tiempo embobado en rostros de supuestos artistas que desconocía. Me enredaban las estrellas rojas y azules de la solería, probé con contarlas inútilmente, me perdí ante tantos motivos geométricos. Me serenaba la luz que caía sobre el Café, sensibilizando mi vista allá donde se posaba. Fatigado en el rastreo por no perderme ni el más minúsculo detalle de la decoración del Café Vallejo, descansé mi mirada en la única mesa, que aquel martes a las ocho y diez pasadas, andaba ocupada. Entrelazados sus dedos, apoyaba ambas manos sobre el borde de una mesa circular. Su rostro expectante contemplaba como su acompañante abría un sobre. No retiraba la mirada de las finas manos de ella. Éstas se deslizaban por el borde superior de la plica, intentando localizar el más menudo resquicio que sacara a la luz lo que encerraba aquella carta. Por segundos percibí la tensión de sus respiraciones. Aparentaban controlarla, los notaba cómodos, como si de un rito semanal se tratase. Con la idea de no dañar la textura de lo que guardaba aquella carta, tomó su tiempo en sacar sutilmente el trozo de papel. No aprecié sorpresa en la cara de la chica. Como cada martes sabía que el sobre azul aparecería minutos antes de que el Café Vallejo cerrara sus puertas. Pero eso solo fue el principio. El semblante de ella se transformaba cuando sus ojos corrían entre las letras de aquel escrito. Parpadeaba, abriendo los ojos con amplitud después de cada pestañeo. Mientras leía sus labios parecían moverse y por momentos incluso estremecerse. Con el dedo índice de la mano izquierda se estiraba la sien a medida que avanzaba en el texto, y a veces arrugaba la frente. Al terminar la lectura, seguía agarrando el papel unos segundos antes de mirarlo. Nunca volvía a releerlo. Tal vez el momento perdería la magia. Después levantaba la mirada, y deslizaba su mano derecha hacia las manos de él. A ella la tenía justo enfrente. De él alcanzaba solo ver su perfil izquierdo. Siempre lo besaba. Era un beso de agradecimiento, lleno de afecto. Él lo esperaba. Sabía que sus letras tenían el poder de ablandarla, de inyectarle un cariño por el que él suspiraba.
Durante un par de meses me acostumbré a esos cinco minutos de ritual. Nunca se demoraron más. Intentaba llegar antes que ellos, y colocarme en la esquina de la inspiración. Sacaba mi portátil y escribía, a la espera de ver la reproducción de cada martes. Convirtiéndose en una adicción. Anhelaba averiguar qué tipo de literatura estaba impresa en aquel papel que parecía modificar por minutos su relación. Cada martes denotaba como los sentimientos de ella hacia a él fluctuaban desde el primer sorbo de té, que ella siempre pedía, al instante que depositaba el sobre azul en su bolso. Al leer, se producía una metamorfosis en su rostro, y por consecuencia en sus sentimientos. Esta rutina no parecía agotar a ninguno de los dos. Al igual que yo, siempre acudían cada martes al café. Era como si todo lo que tenían que contarse y compartir después de una semana de ausencias, lo reservaran para ese espacio, para esos cinco minutos. Tras varias semanas, llegué a creer que lo que les unía era un amor compartido a las letras. Un apego a las palabras. Una incondicional a la literatura. Era ahí, donde encontraban su sinergia.
Mi ansia por descubrir los entresijos de tan curiosa relación me empujaron a preguntar a la camarera, cuando en mi último día me disponía a abandonar para siempre el Café Vallejo. Normalmente marchaba para casa después de su beso, pero aquel martes decidí aguantar hasta que ellos dejaran el local. Al parecer la extraña pareja no llevaba más de un año acudiendo al Café. Fieles al martes y a la tarde noche. Acostumbraban a beber té, y rara vez ordenaban algo diferente. Solían dejar propina. Aguantaban hasta el último minuto de cierre, tratando de alargar esa sensación que brotaba después de tan peculiar ceremonia. Buscaban acomodarse en la misma mesa, ella siempre más cerca del baño. La camarera comentaba que siempre marchaban a pie de la mano, y que les seguía con la mirada hasta que giraban al terminar la calle, preguntándose si estaba ante el último ritual. De sus cartas nada sabía. Todos en el Café Vallejo tenían el mismo interrogante. Nadie había conseguido desvelar el contenido de aquellos sobres. Además, la deducción meramente les llevaría a una interpretación vacía de ese mundo que compartían. Resultaba imposible entender la complejidad de su relación, ya que numerosas situaciones de la vida solo llegan a comprenderse mediante la literatura. Quién sabe, tal vez a través de estos escritos buscaban construir la obra literaria de sus vidas, esa a la que no era posible aspirar cualquier día que no fuera martes, y de los que ya se habían agotado todas sus ediciones.
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