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Eliana Bellavez la ramera del Oriente

Eliana Bellavez la ramera del Oriente

Me contaron que tenía los pechos finos y firmes como soportes de agujas, que no se arrugaban al principio de gravedad tras los mordiscos y apretones de cada noche. Había perdido la sensibilidad en el campo celular de sus órganos mamarios, ya ni el tacto prudente de los dotados varones afro-ascendientes del pacífico que habían emigrado a la región más mercantil del país la excitaba. Sus ojos de un iris universo glaciar contrastaban con el tostado de los soles tropicales que barnizaba su piel. Solo vestía para ir al río, y a la vista siempre quedaba un vientre de seda oriental perfumado hasta el precipicio de su sexo, donde los rostros de reputados empresarios del Oriente se detenían cuando el gran ojo se dilataba. Agazapados en la cumbre de los novecientos mil pesos que costaba el servicio, comenzaba el ritual, una fiesta donde cada lengua en su camino al dorado entraba y salía impregnada de una purpurina gelatinosa que su cuerpo producía y que se extendía por todos los orificios del músculo dotándolo de una brillantez descontrolada. “Eliana es una bruja del sexo” –acentuaba Don Benito Cortés, que aseguraba compartir la historia solo con viajeros errantes-.

Llevaba semanas percatándome de esta anomalía en mis paseos por el Oriente, no había localidad donde no topara con los rastros de Eliana Bellavez. Señoritos de familias pudientes, tipos de talla escultural embutidos en buenos trajes y colonias europeas, que cansados del teatro de su existencia se desquitaban de sus obligaciones laborales y quehaceres conyugales con los servicios de una ramera oculta. No era Eliana una puta para carteras agujereadas. Tenía su consulta por los alrededores de San Javier, escondida en la frondosidad de la última reserva de zancudos de alas de terciopelo. A pesar del follaje predominante de la reserva hablaban de un acceso sencillo para los clientes, un sendero bien marcado con latas de conservas plateadas y cascabeles fosforescentes que giraban en contra de los vientos de occidente, indicaciones que misteriosamente parecían desaparecer después de cada encuentro. Los señoritos nunca habían dado con la forma exacta de volver, solo recordaban que al marchar el eco de sus miedos agitaba el camino de cascadas y arcos arbóreos de medio punto destrozando el sendero que conducía a la vereda principal. Se presentaba entonces una marabunta de caminos oscuros y sinuosos de los que solo conseguían salir aquellos que haciendo uso de sus lenguas alumbraban las antiguas pisadas y recuerdos de la noche, situación que aprovechaban los zancudos de alas de terciopelo para hacer frente a su supervivencia.

Apoyado en la barra del club de cafeteros Don Benito Cortés pedía otro vaso de mazamorra. Quitándose el sombrero se pasaba el pañuelo de algodón africano por los laterales de una coronilla destinada a la erosión, y sin controlar el tono en el discurso no se comedía comentándome la variedad de tratamientos quirúrgicos que había sufrido su hermano menor para recobrar el color humano de su lengua. El afectado, a mi derecha, había sucumbido a una vida parca en palabras, y ausente en sonrisas, y en la medida de lo posible se exponía poco a los coros familiares y reuniones del pueblo después de su primer y último encuentro con la ramera.  Bajo insistencia de Don Benito, el hermano cerró los ojos y ajustando el saliente de una mandíbula con toques primates miró al frente de la barra y desenrolló el músculo. No hubo espacio ni tiempo para enfrentarse a tal epicentro de luz, la luminiscencia de la cavidad bucal alumbró la barra chapada de la cantina cegando a los soñolientos visitantes del tinto de la tarde. Era tan voluminoso el halo de luz que la cornisa aguilar italiana de la joya cafetera del club se proyectó por todo el parque principal hasta golpear la fachada de la Iglesia de la Misericordia, dibujándose sobre la campana los contornos rapaces de la enfinge. Nadie se inmutó, parecía un hecho cotidiano dentro del trasiego sosegado de las calles de San Javier. Un pueblo anestesiado a los espantos y a las habladurías de los capitalinos. Imagino que ni las estrellas de los mares medievales se atrevían a desprender ese radio de luminosidad. “¡Es una bruja!” – repetía cansinamente Don Benito Cortés, rebañando con sus dedos silvestres los últimos granos de maíz de la mazamorra, mientras su hermano con rostro fatigado recogía la lengua-. Este último no había perdido la facultad del habla, pero creo que la vergüenza de la procedencia de tal misterio bloqueaba su capacidad comunicativa limitando nuestra interacción a la lectura de un andar lacrimoso y a unos ojos revueltos, aún perdidos por los senderos de la mencionada reserva. Aprovechando que Don Benito se había desplazado al umbral de la puerta a hablar con uno de sus capataces de descanso, acerqué uno de los banquitos de bejuco a los pies de la barra, y sentado sobre el respaldo agarré el brazo izquierdo del señorito Benjamín Cortes. Estaba gélido a pesar de los sudores de agosto, y no se inmutó ante mi contacto, pero abrió la boca sin despejar la mirada del fregadero de trastos inútiles que acumulaba el tabernero. “No es una bruja, es la hija de mi hermano, y cambió su apellido por Bellavez” – soltó sin titubeos-. Con sosiego comenzó relatando que desde bien pequeña la formó en los malabares del sexo, a base de teoría y práctica paternal. Ni para las primeras menstruaciones tuvo descanso. Eliana se acostumbró a la sangre en su cama y a los caprichos de su padre, que llamaba a los grandes empresarios regionales para hacer de nuestro apellido una fortuna y así alardear de sus propiedades en sus primeros viajes por el país. Enclaustrada en su habitación de muñecas del este, tuvo que rendirse al hedor a campo y al aguardiente de cantina de los ricos ganaderos, olores que se amarraron a su dermis, y que aún irradia cuando suda. Pero la niña en una noche de cuaresma tras varias visitas programadas se escapó cuando uno de los terratenientes cuarentones se limpiaba el miembro en la palangana de hojalata que su padre precavido dejaba en el baño interior, aseando así la vuelta de sus potreros a la vida conyugal. Pronto descubrimos que se marchó a los montes del Oriente con el propósito de embrujar aún más a la criatura insensible que había formado su progenitor. Mi hermano, en su desesperación, haciendo uso de las visitas escondidas del párroco del pueblo le amenazó con el escándalo, y consiguió suprimir los toques de campana costumbristas por las nanas rameras que le cantaba para tranquilizar sus pesadillas tras cada encuentro en su cama, pero Eliana nunca volvió. Escondida se hizo conocedora de los bienes del monte, aprendió el arte de la brújula lunar, y se alió con seres invisibles en el descubrimiento de conjuros para vengarse de aquellos que abusaron de su virginidad. Lagrimeando Benjamín Cortes me prometía que fue en su búsqueda, a salvarla de una vida de bajas morales, a reconvertirla en la mujer que nunca pudo ser, pero no me negó que sucumbió a sus encantos, y que no pudo cerrar la boca ante la belleza de su sobrina cuando agachada le ofreció todo su ser. Girándose se inclinó hacia mi oreja derecha, y a la vez que fijaba su mirada cascada en los ojos pedófilos del hermano mayor, que seguía en su retahíla comerciante de embustes, me susurró con unos labios descosidos por falta de amor como Eliana andaba desnuda y segura en la frialdad del bosque andino, desprendiendo una melodía elocuente y embaucadora que ningún varón adinerado tendría la capacidad de eludir. Atesoraba una fortuna, más de lo necesario para enterrar en billetes de cien a cada uno de los señoritos guarros de la región. Dato al que resté importancia, cuando Benjamín girando bruscamente el cuello hacia mí destacó como el erotismo de su figura traspasaba los límites corpóreos, inundando el bosque de hormonas en la llamada de criaturas en celo, a la vez que creaba un desbarajuste emocional desconocido en el reguero de empresarios calientes del Oriente. También me aclaró que no compartió palabra alguna con su sobrina, pero que mientras le comía el vientre y se llenaba la lengua de purpurina alzó la cabeza como instinto primitivo de descanso y en el cabezal de troncos de yarumo arañado por las uñas de Eliana llegó a leer: Si soy una puta que se entere tu mujer.

 

 

 

About The Author

Creo que empecé a escribir para sentirme más vivo. Para sentir sin coladores las historias que penetran, que dan alas o que hacen pupa; ponerlas en letras ante la pena de su irreversible devenir en vagos recuerdos. Con la idea de no olvidarlas creé este blog, para compartirlas y conseguir que permanezcan vivas. Así que anímate y dalas a conocer comentándolas, evaluándolas y publicándolas en cualquiera de las redes sociales que manejas. Es sencillo lo tienes ahí arriba a un solo click.

1 Comment

  1. Excelente historia friend, super interesante, déjame decirte que me conectó desde el principio y con cada que leía una linea, crecía mi ansiedad por saber más y más de la triste (pero no fantástica) historia de ELIANA, sin embargo quedé con el sabor de que tienes mucho más que contar a cerca de esa historia, así que quedo atento.

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¡Qué bueno que andes por aquí! Mira, te cuento. Si cuentas con cinco minutos y andas buscando un rincón diferente, un espacio donde refugiarte después del trasiego del día, te invito a conocer mis relatos, poemas, viajes y reflexiones. ¿Y por qué seguir a un docente de lengua inglesa que superada la treintena le da por escribir? Pues por el simple hecho de volvernos más humanos, de sentir las palabras como medio para encontrarnos con nosotros mismos, de entender de manera más justa al prójimo, y en la más remota de las posibilidades para sanarte, como lo hace la escritura conmigo.

Os invito a embarcar en este velero incierto que hoy parte rumbo a un mar de letras, y que deseo no se canse de navegar.

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