
Murió en diciembre
Murió en diciembre
No sé si es la bruma que entra por la chimenea
cuando en nuestra cocina aun huele a la sazón de tu risa.
O la euforia de un amor a fuego lento, gradual, secreto,
como el buen sexo,
pero con final a lo Woody Allen.
El tango de hubieras y hubieses que aprendimos en un garito de Montevideo
y que no supe interpretar en otros viajes tras tu muerte.
La vida en un cajón de tela sin fondo
donde solíamos apuntar la lista de nuestros arrebatos
para evitar los reproches de los buenos días del último lunes del mes.
Una fotografía de estantería que sujeta los pilares de tu ausencia
y que apoyada en tu novela de esparto se niega a los acantilados de la amnesia.
La colección de zapatos magrebíes que se quedaron sin tus pies.
La redacción de un manual de cosquillas para nuestros días grises
que se empolva y desgasta desde que no magreo tu cintura.
Desayunos y cenas que aun saben a la madurez de un romance
cuando pongo la mesa y nadie se apropia de tus cubiertos.
Una guitarra hueca -como dejaste a mi cuerpo-
por donde ahora se desparrama la nostalgia,
y que no encuentro la forma de afinar cuando vuelve diciembre.
En fin,
un post-sentir sin rencores que ahoga en las mañanas, sin llegar a matar las ganas de vivir.
Hay que entender que la vida está hecha de agitaciones del alma,
y que la melancolía tiene esas cosas,
no entiende de muertes, ni de corazones débiles,
pero no quiero desprenderme de ella
porque al igual que las enredaderas de un patio desatendido
se extiende sigilosamente por las laderas de la médula hasta topar con las entretelas de la memoria
donde se enzarzan las fantasías y recuerdos más preciados,
esos que no pongo en venta bajo ningún pretexto en los mercados del olvido.
“La melancolía es la alegría de estar triste.”
–Victor Hugo-
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