
Penitencia cofrade
A menos de un mes se hacen notorios los destellos después de un año de espera. Se palpita la pasión por las aceras, la impaciencia de los naranjos por alegrar sus imágenes, el incienso se apodera de las plazuelas, en los bares se habla de bandas y varales, el frenesí en los dedales de los patios costureros, el último riego de alhelies y astromelias, los cirios ya tienen sus cortes y colores, los devotos alzan el rostro hacia el sol y le rezan a Urano por tardes añiles y noches estrelladas. En fin, locales y turistas, creyentes o no, saben de la exaltación barroca que se enconde tras los portones sagrados de Sevilla, cada uno a la espera de su particular penitencia.
Penitencia cofrade
Ella no era mora
pero no escondía el peso de ochocientos años de historia
bajo las telas de aquella exaltación barroca
a pocos metros de dejar el puente de barcas.
Yo la vi pasar
y no me miró,
cuando el sol se agarraba al ocaso despidiéndose de Triana.
Mecía una figura solemne, bajo un paso seguro,
sujetando la cruz de sus pecados a espaldas de la Expiración de Castilla.
El pecado quizá de haberle robado el protagonismo a los ojos de su cristo.
Fueron sus ojos,
los mismos que no me miraron, los que dan significado a esta historia.
Sí,
solo conocí sus ojos,
monumentales y de un oscuro apocalíptico,
bañados por el devenir del cítrico de finales de marzo.
Nos separaba el límite y respeto a una tradición
pero la distancia no fue una traba.
A las orillas de su enmienda sentí un surtido de lágrimas
cuando la corriente fluvial alzó las memorias de nuestros ancestros
y los pinceles de Murillo le pintaron el mejor traje a la reina almohade.
Emocionada, sin girar el semblante, encaró descalza Sevilla
y tristemente no compartimos el sentir de nuestros ojos,
por eso, perdiéndola entre un manto de cirios ya de por medio,
le prometí a mi caracola del tiempo
que cada Viernes Santo la buscaría encima de nuestras aguas
empezando así mi nueva penitencia.
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